Estaba al borde de un ataque de histeria. Si no les bastaba su antiimperialismo, demostrado en el Círculo, ni su participación en la candidatura de la izquierda, peor para ellos. A lo lejos, sobre una cerca, había centenares de botellas. Logró inquietar a Pablo, que se le acercó: —¿Cuál es tu berenjena, consorte? Cuando llegaron a la salida de Esclavo Ahorcao empezó a llover. En la actualidad reside en Madrid, donde trabaja como guionista de cine, es profesor en la Escuela de Letras, y director de la revista Encuentro de la cultura cubana. Todo lo que podía darle, dijo, era una oficina, una secretaria y un termo de café. Carlos se encogió de hombros y continuó caminando en silencio hasta que llegaron al Séptimo de Caballería. Nada había ocurrido, estaba muy sensible por que Benjamín conspiraba contra él y Roal y Francisco se negaban a aceptar su autoridad. “Con mucha frecuencia, a los jóvenes se les exige experiencia para acceder a un puesto de trabajo, pero si no se les da la oportunidades ¿qué experiencia podrán mostrar? ¿Vamos a la guerra? Usted es responsable.» Era evidente que el médico estaba gris porque tenía miedo, un miedo incontrolable que se expresaba en la sudoración viscosa de las manos y en el tartamudeo con que les informaba que se iría del país. Carlos frenó frente a la embotelladora Pepsi-Cola, desde donde salía un ruido sordo y constante. La pitillera era nueva, de plata, tenía un encendedor en la punta. Entonces, en su primera carta no de amor, te habló de sus manos. —A lo mejor soy bruta, pero yo, yo te quiero, coño, y yo, yo hago lo que tú quieras. Carlos saboreó la palabra Duro; era verdad, nadie, jamás, podría acusarlo de blando. ¿No encerraba esa frase una contradicción interna? «Tiene más miedo que ustedes», rió Manolo. Quedó boquiabierto. En el camino los grupitos se habían ido disolviendo, izquierdas y derechas hablaban entre sí con una cortesía más bien tensa. Berto míster Cuba la emprendía a rugidos contra el tigre que mostraba sus zarpas y colmillos desde el anuncio, gritándole que se bajara de allí, maricón, si se atrevía; Dopico invitaba a Jorge a que le dijera si aquel tigre era amarillo con rayas negras o negro con rayas amarillas, y Pablo decidía retar a Dopico para que definiera si era tigre o tigra, porque no se le veían los güevos ni la raja. Se sintió desconcertado en la Universidad. Berto sonrió, no fuera verra, a lo más, a lo más, había perdido diecisiete pesos en las maquinitas y ahora iba a recuperarlos, ¿iban a la plaza, a ver qué había tirado Castillo? —Buenos días tengan sus mercés —dijo la vieja. —Dale tiempo al tiempo —respondió el Archimandrita chupando lentamente su tabaco—. Iba a protestar cuando Rubén Permuy ordenó una guardia vieja, quería ver el área limpia de pelos enseguida. —Lo siento, compañeros —dijo—. Los Usuarios tienen derecho a dirigirse a ChapaCash para conocer la información relativa a sus datos personales, escribiendo al siguiente correo electrónico info@chapacash.com.pe Rectificación, actualización e inclusión. Descubrió cuánto y cuánto había perdido por no haberse entregado antes a aquella personita de preguntas imprevisibles. —Sé que no es el momento —dijo ella—, pero me voy mañana. —Aleaga, Pablo. El jefe dividía a los hombres en flojos y cojonuses. Dentro de poco ella podría participar en la Rueda y así él vacilaría domingo tras domingo con la gente que más quería en la vida, su socio Pablo y su hermano Jorge, cuando regresara. —¿Por fin qué? —La tierra tiembla —dijo entonces el Capitán en voz muy queda—. No les daría más. Las cosas eran muy claras para él: revolución-contrarrevolución, buenos-malos, y punto. —Te quiero —dijo ella—, y confío en ti... después de todo esto nos vemos. Frente a la casa de Pablo estaban parqueadas dos perseguidoras. Pásame entre las piernas. No logró aliviar la sed con el chorrito de agua que le quedaba en la cantimplora. No las tenía claras, ni sabía cómo referirse a lo que había pasado con Iraida; no se atrevía a decir que estaban haciendo el amor, ni mucho menos que estaban templando; dijo simplemente que los habían sorprendido en la oficina, lo que fue un error, una falta de respeto, una barbaridad de su parte. —Is that it? Les caemos a gaznatones, «...traiga a nuestro instituto», Aaa los yanquis, «Traición baja y artera...», Les rompemos sus traiciones, «...que prueba quiénes son...», Aaa los yanquis, «...los responsables del difícil momento...», Son tremendos maricones, «... por el que hoy atraviesa...» Aaa los yanquis, «...nuestro desdichado país», gritó Nelson, y el director del instituto le arrebató el micrófono y dijo, «¡Se acabó lo que se daba!». Al terminar el acto tuvo que acompañar a Monteagudo a casa de Alegre. No pensaba leerlo completo, era demasiado largo y se trataba de una novela, no podía enseñarle nada de la vida; simplemente necesitaba informarse para polemizar. Los muchachos organizaban pandillas, hablaban de bajar a la furnia en caballos blancos como el de Kid Durango, en un avión como el de los Halcones Negros, volando como Supermán, estirándose como el Hombre Goma, en batimóviles como Batman y Robin y tirando patadas voladoras como Antonino Rocca para arrasar a la cholandengue con la furrumalla. Había descubierto la azotea apenas tres semanas atrás, una suerte de atalaya ideal desde donde, según el Cochero, se podían ver desnudas todas las ninfas del Vedado. ¿Cuánto? Allí mismo el Segundo les recordó que Aquiles Rondón cumpliría años durante el curso, según les había dicho una vez Látigo Permuy, y propuso hacer una colecta para comprarle un regalo a través del Subterráneo. Pero ya la cosa pasaba de castaño oscuro, las masas habían delegado en él la autoridad e iba a ejercerla. Se encasquetó el sombrero para burlar el sol y asegurarse que no eran visiones; que aquellas líneas verdinegras que la máquina parecía arrancar de la tierra, partir en el aire y entongar en una carreta eran cañas y no una ilusión óptica. —Dije que no —dijo. Pero apenas encontró fuerzas para ponerse de pie en medio del silencio abrumador que se hizo en la oficina cuando terminó el discurso de Fidel. ¡Hasta el mar, carajo, miliciano!», y él pensó que ahora sí, que con un empujón aplastarían a los mercenarios y entonces podría pensar de otro modo en Higinio, en las entrañas de Heriberto y en la cabeza de clavo de la Ardilla, cuyas pasas, de un algodón negrísimo, flotaban ahora en aquel terreno situado entre el sueño, la imaginación y la memoria sobre un cuerpo tan blando que también parecía de algodón, como si no tuviera huesos, y sin embargo tenía acero, tal vez plata de luna, y lo estaba mirando, diciéndole Sargento, llamando a Chava y al abuelo para que vieran lo bien que combatía contra el tanque que los atacó en el kilómetro quince con un ruido de espanto ante el que Carlos sintió un miedo tenaz, dominado por el «¡Atrásnadie!» del Barbero, el tableteo de su FAL y los golpes de la artillería que quebraron al Sherman dejándolo en medio del camino como una bestia agonizante mientras los flancos enemigos cedían y el comandante iniciaba la marcha hasta el kilómetro diecisiete, donde empezó la preparación artillera contra San Blas, y a ellos los pasaron a retaguardia y al fin comió, bebió, le mandó a decir a su madre que había quedado vivo y se desplomó bajo una yagruma mientras todo volvía a ocurrir en su memoria o en su sueño como una película sin fin donde no alcanzaba a actuar como un héroe, el miedo regresando con la noche, volviendo al amanecer en el ruido del avión, un ruido real hasta lo inverosímil que le hizo abrir los ojos: el bicho estaba en el aire vomitando fuego y él miró durante un segundo la doble línea de luces de la muerte con la certeza de que ya había vivido ese momento, antes de echar a correr, confundido, sin encontrar dónde meterse hasta que sintió el tronar de la antiaérea y corrió hacia allí: los cuatro tubos de las cuatrobocas soplando metralla contra el avión que respondía con las ocho calibre cincuenta de sus alas intentando silenciar la ametralladora, mientras se apoderaba de él la sensación de haberse equivocado de lugar, de estar en una ratonera queriendo huir y sin poder moverse, fascinado por la locura de los artilleros descamisados que echaban cojones y candela contra el bicho, cuyas descargas cada vez más cercanas habían convertido la tierra en un infierno que los llevaría a todos al carajo cuando el avión se acercara un poco más, pero en ese momento empezó a brotarle un humo negro del motor izquierdo y una llamarada naranja estalló bajo sus alas y los artilleros siguieron echando cojones y candela y el bicho empezó a perder altura y pasó encendido sobre la antiaérea que lo siguió castigando hasta que estuvo completamente fuera de su área de tiro: entonces se hizo un silencio ansioso, artilleros e infantes siguiendo el descenso, la caída, la muerte del bicho en el fango de la ciénaga, estallando en un abrazo múltiple, enloquecido, hecho de lágrimas, risas y del «¡Pinga aquí!», que repitió tres veces, como un conjuro, el artillero a quien Carlos había abrazado, un rubiecito tan joven como Ardillaprieta que ahora regresaba al pie de la antiaérea mientras un capitán ordenaba al batallón que lo siguiera, había rumores de un nuevo desembarco y ahora los pintos iban a saber lo que era amor de mulata, y Carlos volvía al camino marcando en el puesto de Roberto el Enano que había quedado atrás, con los heridos, y se preguntaba dónde coño se habrían metido Permuy, Kindelán y el resto de los compañeros del pelotón especial para el que no fue seleccionado, cómo se habría portado con ellos la puta, si se habría llevado a muchos a la cama, y seguía avanzando bajo el sol, las manos heridas por la agarradera de las cajuelas, el bípode empezándole a pesar en la espalda, el Tanga explicándole que no se preocupara si no sabía cargar la máquina, diciéndole que le diera cintas cuando hiciera falta y preguntándole dónde estaría combatiendo Aquiles Rondón, sin recibir respuesta, porque Carlos no quería decir lo que había pasado: Aquiles Rondón tenía el halo de los héroes y los héroes mueren jóvenes, como Ardillaprieta, sólo que la Ardilla no tenía aspecto de héroe, sino de niño, y Zacarías de torpe y Heriberto Magaña de viejo, «Y Aquiles Rondón está vivo», dijo, y el Tanga lo miró extrañado y siguió caminando en silencio bajo el sol ya caldeado que Carlos sentía arder en los hombros, bajo los arreos del bípode, y en la frente anegada de sudor que no podía secar porque llevaba las malditas cajuelas: estaba haciendo la tarea de dos hombres y sintió una creciente irritación contra el Tanga, un negro fuerte como un tronco de seiba que sólo llevaba la sietepuntos y dos cintas de balas cruzadas sobre el pecho, y avanzaba sin dar cuartel ni preocuparse de que su amuniciador fuera cargado como un burro bajo el sol cenital que ahora lo obligaba a detenerse, a secarse el sudor antes de que sonaran los primeros disparos y él se tirara al suelo: el Tanga echando cojones por la falta de bípode, disparando de pie, enorme y casi invisible a contraluz hasta que llegó arrastrándose hasta él; emplazaron cubiertos por el FAL del Metro, y el Tanga le sacó música a la máquina: la cinta de cartuchos amarillos pasando vertiginosamente hacia los mecanismos, el cañón vibrando enrojecido por las llamas, el oscuro montecito de los mercenarios mordido por los plomos hasta que flotó de pronto un calzoncillo en la punta de un palo y se oyó el inapelable «¡Alto al fuego!» del capitán, tras el que se hizo silencio y aparecieron siete pintos con las manos en la nuca diciendo que tenían varios muertos y heridos, haciéndole pensar que la cábala era justa, siete, culo, cuando el capitán decidió trasladar los heridos y prisioneros a la retaguardia dejando los muertos para luego, y tres milicianos aprovecharon para decirle adiós a la metralla que sonaba a lo lejos, hacia el mar, y él pensó que estaban asegurando el pellejo y Tanganika le puso el bípode en la espalda, las cajuelas en las manos y continuó el avance sin permitirle optar por retirarse, devolviéndolo a la sed y el escozor que le hicieron refugiarse en Gisela: ahora iba a su lado atenuando el suplicio de la marcha, suavizando el sol, acortando las distancias, haciendo respirable la polvareda y desapareciendo de pronto, como vino: el ruido había aumentado en dirección al mar, el capitán ordenó redoblar el paso, la mugrienta columna comenzó a avanzar cada vez más rápido, casi corriendo ahora, atraída por los truenos de la costa donde se necesitarían refuerzos, y él luchó por mantener el paso, las manos heridas por las anillas de las cajuelas, el bípode y el fusil golpeándole la espalda, la sorpresa del «¡Avióón!» que gritó el capitán antes de que él se tirara de cabeza en la cuneta cuando el bicho pasó sobre la columna rociando fuego y ya volvía para descargar sus bombas y cohetes mientras él, otra vez con la cara en el fango, esperaba las explosiones que no se produjeron: el bicho seguía rondando y descargando sus ocho ametralladoras contra un blanco nuevo y lejano que le permitió volverse bocarriba; ahora había dos aviones, uno enorme y lento y otro pequeño y rápido, volando en sentidos opuestos como si fueran a chocar, el B-26 vomitando fuego sobre el T-33 que de pronto salió de la trayectoria del tiro, aceleró e hizo un banqueo hacia la izquierda trepando, nivelando, volviendo, banqueándose a noventa grados y abriendo fuego sobre el bicho que giró violentamente mientras el T-33 pasaba a su lado como una tromba, trepaba, disminuía potencia y volvía al ataque, pequeño y tenaz como un pitirre, y Carlos se ponía de pie, gritaba, «¡Ahora, coño! Éste negó con la cabeza. Las jaulas, vacías e iguales, pasaban como en una película. Pero eso sería más adelante. Antes de cruzar Prado, Pablo señaló el lumínico que estaba sobre la Manzana de Gómez, lo suyo era Misión imposible, Sam, hasta la muñequita del anuncio se lanzaba de cabeza al agua. Había abierto la portezuela cuando se volvió para preguntar qué era la revolución, compañeros, si no una lucha permanente contra lo imposible. En aquella falsa boite de la calle Trocadero donde sólo se escuchaba música francesa tocada por un violinista albino, la Tía Nena presentaba a su aventajada alumna, Madame Fannie, que reía mucho al dar vueltas alrededor de su tutora, levantaba la falda, mostraba el popó, tarareaba Pigalle y Mademoiselle de París, usaba cintas y lazos de colores, cobraba dos cincuenta y no recibía por las tardes. —Vete con tu abuela —le dijo. Era así, sin dudas, pero el Che estaba muerto, «Ñancahuazú», «Vado del Yeso», «Quebrada del Yuro» habían entrado en su vocabulario y en la historia, y él no podía seguir encerrado en aquel cuarto. Las madres, aterradas, recogían a sus hijos temprano, decretando en el barrio un virtual toque de queda. Monteagudo hizo un llamado a la calma, logró una conciliación en el programa de corte, dijo que la vida se encargaría de probar la verdad de los estimados y añadió que tanto los índices de rendimiento como la norma de molida eran inalterables, porque de ellos dependía el aporte del «América Latina» a los Diez Millones. —Good-bye, sir... —le respondió el hombre volviendo a sonreír—, and never again. Dejó sin respuesta la inquietante pregunta. Por suerte los del Comité de Solidaridad con Cuba eran buena gente. Carlos, atónito, vio cómo pisoteaban la imagen de Shola Anguengue, pateaban la de Kisimba, rasgaban la de Tiembla Tierra. Verdad, dijo Chava, un día se iba a ir como el niño Álvaro, pero sus dioses no eran del cielo sino de la tierra, y su espíritu renacería en un majá o en una seiba y desde allí vigilaría a los vivos como los estaba vigilando el niño Álvaro desde el cielo de su Señor. Carlos tomó la palabra, podía moler al Rubio, pero le resultaba evidente que estaba ante una contradicción no antagónica y que ése no era el método correcto para resolverla. Cuando Gisela lo llevó hasta el Diezmero desviando la ambulancia pensó que tendría tiempo para todo. José María sudó frío esa mañana, pudieron verle el miedo reflejado en el rostro. Domingo tras domingo se reunió allí una cofradía de fundadores que imitaba, al bailar y al caminar, ciertos gestos lúbricos, elegantes y rítmicos de los negros habaneros. Media hora después no había logrado formular una línea coherente y el cesto estaba lleno de papeles estrujados. Por las mañanas, su suegra les llevaba a Mercedita y él la enseñaba a nadar en la piscina, le hacía cuentos de la zafra, la escuchaba reír. Tras ellos se alzaban las banderas rojas de la «Konsomol Leninista», aires de balalaikas y un coro dominado por los bajos, Kalinka, Kalinka, Kalinka mayá, jey! Carlos aprovechó el silencio para pedir silencio, descubrió su rostro reflejado en la pulida superficie de la mesa y le pareció el de un extraño que preguntaba por él quién quería la palabra. Cuando alguien les preguntaba qué modo de bailar era ése, respondían invariablemente: estilo Casino. Ella se burlaría de su dolor de cintura y su cabeza rapada, de su ilusión por la Ingeniería de Combate y su rabia contra aquel picoteo que le parecía un disparate, de sus deseos de pasar la Escuela y su perplejidad ante la disciplina, la lluvia, el sol, el fango, la falta de techo y cama, las órdenes y el corre-corre permanente que lo tenían turulato, extrañando la calma de su casa. El Indio alzó la cara, roja de rabia. —Sí —aceptó Carlos—. Entonces volvería a ser feliz, como en aquel verano del cincuentiséis, en que Gipsy había aparecido descalza, dorada y dominante en el billar, ordenándole, «Enséñame». Carlos miró la tela señalada, era un adefesio, jamás el futuro podría reflejarse de aquella manera. Pensándolo bien, era el futuro, y no el pasado, el que debía servir de norte a las acciones; la arriesgada decisión de los Duros era una necesidad de la lucha y una línea. Los hombres se removieron en las hamacas en medio de sordas protestas, ronquidos, bostezos, y comenzaron a incorporarse en la noche, bajo la lluvia. Tocó la puerta y regresó caminando. —¿Dónde? Annotation Este libro es un viaje inolvidable al interior de la revolución cubana. Se preguntó si el tipo le pediría excusas y se dijo que en ese caso debía aceptarlas con sencillez, para ir educándolo. «Compañeros», dijo al llegar, «en el día de ayer, día aciago, cometí una serie de errores sobre una serie de problemas al discutir con Roal Amundsen sobre una serie de asuntos. Siempre, después de hacerlo, daba la espalda y se dirigía al campo confiando en arrastrar a los demás. Tuvo un éxito espectacular, todas las dotaciones se agruparon alrededor de su cañón riéndose como locos y llegaron al despelote cuando él anunció: Bolero del Sordomudo, y cantó ¡Silencio!, pero en eso el teniente llegó corriendo a la batería y ordenó ¡Silencio!, y aquello fue el acabose. —Yo manejo —dijo Carlos. Dopico tenía ennegrecido el pómulo derecho, como un boxeador vapuleado. Conoce qué es el toc de amores o toc de relaciones [VIDEO], Momento de leer: 'Historias en papel' por Willax TV, Dina Boluarte ratifica su "pleno respaldo a la labor del Ministerio Público”, Vivir con síndrome de Down: Maly Jiménez presenta su libro "Mi vida con Lu" [VIDEO], ¡Insólito! Hubo ideas más elaboradas, como la de sembrar la caña en esteras, de modo que ellas mismas vinieran a dar contra una cuchilla situada al extremo. Mi negro, ¿tú querías decirle algo al público?, y Kindelán, cenizo bajo la luz azul, doblado de la risa, De la pena, Elena, dijo, y Elena, ¡Ay, pero si es poeta!, ¿qué estamos celebrando por aquí?, y Kindelán señaló a Carlos y a Gisela con su único brazo, siniestro aunque era el derecho, acusador ahora, y dijo La boa, y Elena, ¿Una serpiente?, y el Kinde, Ésa es buena, Elena, y Elena, ¿No ven?, poeta, y el Kinde, No, un matrimonio, un ahorcamiento, vaya, y Elena y la luz se dirigieron hacia ellos, que de pronto estaban en el círculo azul tratando de contener la risa, y Elena, Pobrecita, si todavía se ríe, ¿tu nombre, mi amor?, y Gisela dijo Gisela Ja, y repitió Ja Ja Ja como si se estuviera burlando en cámara lenta y provocó una gran carcajada en el cabaré, y Elena, ¿Jajajá?, y Gisela, al fin, Ja Ja Jáuregui, y Elena, ¿Nombre del verdugo?, y él, Carlos, Carlos Pérez, y Elena, ¿Preparado para el asalto, cosalinda? ¿Qué hacía allí perdiendo tiempo como si fuera uno más? Sonrió al verla conmovida, indecisa, iniciando un gesto hacia su espalda, otro hacia sus manos, uniéndosele al fin tiernamente. Y como lo había pensado meses enteros, durante la zafra, la miró humildemente a los ojos al preguntarle si podía quedarse, para siempre. Decidió darle su merecido por burlarse de él, un hombre blanco. Carlos le pidió al corresponsal que lo excusara unos minutos y entonces Jacinto le explicó que estaba pasando algo ridículo, sin precedentes en la historia de la industria azucarera: el central se pararía por saturación de la Casa de Bagazo, pues no había correspondencia entre el ritmo de los nuevos tándems y el tamaño de la casa vieja. And God save the tandems. Durante los primeros días tuvo al menos a Mercedita y a Gisela en el hogar enloquecido de sus suegros que, por obra y gracia del matrimonio, era también el suyo. Pero el Vaticano y Moscú siguieron vivos en la constante actividad de la Asociación de Estudiantes Católicos y de la Juventud Socialista, que eligieron otros bancos donde desarrollar sus conciliábulos antes de participar en los debates generales. El viento grande llegó con la remodelación del central para la Zafra de los Diez Millones. Terminó exultante, pero ya Despaignes se había recuperado y decía que los problemas de la cosecha, con una fuerza de trabajo inexperta, eran demasiado serios como para comprometerse a resolverlos en un plazo tan breve, hacía una de sus habilísimas pausas, felicitaba a la industria por el compromiso que había asumido públicamente y que sería chequeado allí, en el Consejillo, y prometía que habría caña, la habría aunque el central parara y aunque llovieran raíces de punta, eso iba por su cuenta. ¿Qué iba a hacer?, por comemierda se había metido en algo. En los basculadores los envolvió una nube de polvo y paja, el estrépito de un carro-jaula al voltearse contra los topes, y los agudos gritos de los gancheros. Una idea brillante, plagada de barbaridades. ¡Al ca-pi-tal!, subrayaba antes de narrar la trágica odisea de sus padres, que huyeron de la barbarie a través de media Europa perseguidos siempre por el fantasma, como lo calificara el mismísimo Karl Marx: rampante en el sombrío Moscú del temible Lenine, renacido en la Budapest horrenda del execrable Bela Kun, acechante en el Berlín convulso de la judía Rosa de Luxemburgo, ululando por las calles de Rostock, enrojecidas por el insaciable Karl Liebnichk, dos de sus padres lograron al fin embarcar en un paquebote sin destino que los trajo sabría Dios cómo a las playas de este paraíso que dentro de poco, lo oyeran bien, sería un infierno. El animal, asustado, giró en redondo. —O hay muerto —comentó Remberto Davis. Debía ser muy tarde, pero el entusiasmo era tanto que estuvo estudiando hasta el amanecer. En el espejo de la cómoda se reflejaban las llamas del Bembé. Gipsy lanzó una risita breve e histérica. ¡Vade retro, catarrás! Cuando entraron, conducidos por la abuela, los recibió una furiosa ventolera. —preguntó Otto. ¿Se va? Casi choca con el Ingeniero Jefe que se acercaba nervioso, con el animal electrocutado en la mano. El corresponsal terminó de anotar, cerró su libretica y lo miró con una mezcla de admiración y desencanto. ¡Lo más importante es no rajarse, seguir siendo un cojonú! La guerra, inminente, fue la cuarta causa del miedo. Héctor y el Mai se adelantaron a organizar la defensa y él se incorporó y corrió hacia ellos: «¡Cuidado, cuidado, cuidado!» Vio cómo Héctor caía al suelo con la cabeza rota, cómo el Mai golpeaba a un policía con el puño; cómo otro policía le descargaba el bichoebuey en la espalda, arrinconaba al Mai, lo revolcaba en el suelo, empezaba a patearlo. —¿Puedo ir con ustedes? Es el central. Carlos se sentó para ocultar la marca del orine. Carlos se dispuso a explicarle que estaba saludando a un socio, a un hijoeputa redomado, a un viejo amigo. Se empeñó en evitar que Kindelán lo ayudara. Jorge se encogió de hombros en un gesto de derrota y comenzó a decir adiós con la mano derecha, como un niño educado. «No», respondió al fin, «soy el único responsable.» Entonces Rubén sacó a votación la propuesta de Margarita: solicitar del Comité Municipal la separación indefinida, y para ayudar a Carlos pidió que empezaran votando los que estaban en contra. Orozco saludó desde su luneta. Terminaron tendidos sobre el frío suelo de granito. Destapó la olla de los tamales y un olor dorado se esparció por la habitación, haciéndolo sentarse. ¡Sueeelten la vela de mesanaaa! Luego le pidió a Osmundo que lo dejara solo y se quedó sentado hasta la madrugada en la enorme escalinata vacía. Telefoneó a su madre, le dijo simplemente, «Vengan», y ella respondió con un grito mutilado. Les daría una respuesta orgánica, completa, capaz de establecer institucionalmente el camino hacia la disciplina más rigurosa, asumiendo la dirección del piso, aunque ello implicaba aumentar su cuota de sacrificio. El largo, flaco, pecoso dedo del inglés se detuvo como si dudara ante el ancho botón rojo. Kindelán se rió de la tensión implícita en la pregunta y le respondió que sí, que él también era comunista porque los comunistas estaban locos, ¿se imaginaba, querer cambiar el mundo?, ¿querer acabar con la miseria, con el hambre y con la descojonación?, locos de a viaje estaba. —ordenó el sargento. Poco después, cegado por los destellos del pelo de Gipsy, pensó en gastarse el dinero con ella y traicionar a Héctor. Ella sonreía con un gesto que era exactamente el punto medio entre la provocación y la burla, y él pensó que lo correcto hubiese sido decirle, «Faltan los pies», pero supo que no sería capaz de articular palabra. —¿Qué le pasa a ése? Pero también sería una pendejada. Empezó a recorrer la finca y sus alrededores, sintió que Diablo era muy lento y decidió tomar el Batimóvil, que hizo un enorme ¡ROARRR! Durante su encierro, deprimido, había matado el tiempo con el monopolio y las damas chinas, que se le revelaron casi de inmediato como pasatiempos vacíos. —¡Compañero estudiante! Y ahora, inmóvil, desamparado, bendecía la locura por la cual su hijo alentaba en el vientre de Gisela, desde entonces la mujer más feliz del planeta, que al fin destruyó sus aprensiones a base de alegría, estuvo de acuerdo con que él siguiese viviendo en la Beca y sólo lo contradijo en un punto: tendrían una hembrita. —Suéltalo —ordenó Carlos. Tampoco había mingitorios. Carlos miró a Alegre, que había metido la cabeza dentro del caparazón de un televisor y le sacaba la lengua. Ni aun la calavera podría responderle. Carlos se echó a reír como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida, y, sin embargo, desde el principio supo que era cierto, que alguien, probablemente un médico, había besado los labios, tocado los senos, penetrado el sexo de su mujer, volcando allí su sucia esperma y haciendo imposible todo arreglo entre ellos. ¿Qué debía hacer un hijo de la Luna cuando la fidelidad al sitio donde se nace implicaba el abandono a la familia a que se pertenece? Detrás, la escuadra de policías del club; alrededor del capitán, una docena de soldados. Felipe hizo un gesto de disgusto, como si Carlos lo hubiese obligado a decir a su pesar: —Mira, cuando el brete de Iraida, tú te divorciaste, ¿no? Empezó a descolgarse, despacio y en silencio, para darle por lo menos un susto, pero ella dejó de silbar y dijo, sin volverse: —Esa rama se parte. Otros se arracimaron alrededor del Mai exigiéndole ir a prestar ayuda, pero el Mai reventó de rabia respondiendo que no sabía dónde había sido la desgracia. La voz le sonó conocida, volvió la cabeza y por poco se cae redondito. Su madre comenzó a acariciarle el brazo suavemente, podía venir cuando quisiera, murmuró, aquella casa también era suya, y el dinero, y el Buick, ¿por qué no lo usaba nunca? «A Cuba», murmuró Carlos, mientras el teniente Aquiles Rondón, sin despedirse, se perdía lentamente en la noche. ¡Tenía hasta un criado! La Tía Nena era francesa. Cuando Celso Henríquez disparara su marca U: ¡fuego graneado contra la furrumalla! Se escuchó el aullido de las sirenas de dos perseguidoras. La noticia corrió por el barrio como pólvora y a la noche siguiente la sala de la casa parecía un teatro: los muchachos, sentados en el suelo, los mayores en sillas, sillones y butacas, y todos rieron con La taberna de Pedro, lloraron con Divorciadas, se indignaron con los crímenes cometidos por los comunistas en Corea, denunciados en Así va el mundo. Ya no le interesaban premios ni medallas. Ella se burlaría, como siempre; burlándose le había curado los pies al final de la Caminata y lo había apodado Ceniciento cuando él cometió la estupidez de decirle que había perdido las botas en la marcha. ¿Les estaría siguiendo o iba por el mismo camino? «Nos van a joder», se dijo, escudriñando las palmas que marcaban el fin visible del campo en la distancia. Recordó al rey de espadas para ganar fuerzas, pero el rey no estaba allí, el abuelo Álvaro no estaba para conjurar la triste mirada de su padre, que lo arrastraba hacia el vórtice inmóvil del ciclón. Pablo lo aguantaba, eso no mulato, eso sí que no, ese hombre estaba borracho y era su hermano y escupirlo era una mierda, aquí y en Japón. Quizá fue esa necesidad la que lo llevó a matricular Arquitectura, no podría decirlo a ciencia cierta, pero entonces soñaba con construir casas y ciudades. Cuando ella le preguntó qué le pasaba, él empezó a hilar frases, a inventar una historia que fue ganando coherencia a medida que reconocía estar contando una verdad posible. Alguien batió palmas al fondo de la sala. Al principio era algo indefinido, pero con las horas fue adquiriendo la forma de un niño en el vientre de una mujer y a la mañana siguiente era una nube. Web2 Cronograma 38 LISTA DE FIGURAS 1 Historia de familias 20 2 Triangulación de datos 105 viii f ANEXOS Anexo A PRACTICA NARRATIVA COLECTIVA DEL “ÁRBOL DE 130 LA VIDA” Anexo B SOLICITUD DE AUTORIZACIÓN PARA REALIZAR LA 137 INVESTIGACIÓN Anexo C CONSENTIMIENTO INFORMADO 138 Anexo D ESQUELA … ¿Se atrevería? Morriña. —Dame otro trago —pidió Carlos. Entonces el preámbulo del toque dejó de escucharse porque Carmelina puso el tocadiscos y la voz de Barbarito Diez llenó la casa: Virgen de Regla, compadécete de mí, de mí... Ernesta llamó a comer en la mesa grande, con dos tablas auxiliares para que cupieran el lechón, el chivo, el arroz, los frijoles negros, la yuca con mojo, los rabanitos y la cerveza. Los brazos y las piernas le temblaban por el esfuerzo, la cabeza le estallaba bajo el sol y el sombrero, y el pie del que cojeaba solía doblársele al malmedir la altura siempre incierta de los camellones. Luego fueron gotas, gotas, góticas sobre el pantalón y una maravillosa sensación de paz. «Entero», le respondió molesto, y el hombre se confesó hecho talco, pero tenía que llegar, le dijo, porque su yerno había llegado y él no se podía chotear con su hija. Ella lo miró aterrada. «¿Está de guardia, siempre?», preguntó ella, y él le respondió que sí, sonrió al oírla decir, «Pobrecito», y le explicó que el Che sufría cada vez que un niño se portaba mal, cada vez que un hombre o una mujer olvidaban sus deberes. El camión avanzaba a saltos por la guardarraya desigual, haciéndolo pensar que no llegarían nunca. —Oh, shoes! —Estamos sin corriente —dijo y no sabemos la causa. Pero cumplió con su deber: criticó los problemas de estructura y las actitudes personales del cabrón: vivía con la secretaria, había celebrado los quince de la hija a todo trapo, con recursos del Estado, practicaba el amiguismo, disponía de tres automóviles, siempre parecía estar ocupado, pero en realidad trabajaba poco y mal. 3 Tal vez si el Mai no hubiera dicho, «El que no vaya es maricón», Carlos no hubiera ido. Y no llegaste, nos pasamos toda la noche esperándote y no llegaste. Se dio cuenta de que sus pies sobresalían y los recogió. Decidió no hacerlo, era demasiado cruel. —Nadie —respondió Carlos sonriendo, para ocultar su nerviosismo, y entonces se dio cuenta de que Héctor estaba herido en la frente. La tenía, la había preparado por si Munse era tan irresponsable como para oponérsele. Extendió sus veinte dólares y recibió el vuelto pensando que le habían hecho un número ocho. Se levantó tarareando Amor bajo cero con una sensación de euforia clara y dulce como una naranja. Buscó una liana gruesa y, balanceándose por encima del encrespado Amazonas, fue a caer de pie en la otra orilla del Orinoco. De pronto, esas mismas razones comenzaron a funcionar a favor de la idea, se le hizo claro que partir, aceptar el reto, vencer sus miserias le permitirían pensar en el Che sin sonrojo, como un soldado anónimo de su tropa, y echó a caminar con un paso tranquilo, ajustado al de la multitud. Contar con un inmueble en Lima Metropolitana o Callao inscrito en SUNARP (Casa, departamento, local comercial, terreno). —Oímos al Benny y queremos mirar y no dejan —dijo un Rebelde—. Otto lo estaba desnudando otra vez, frente a frente ahora, y Berto perdió fuerzas, cedió aterrado ante la carcajada de Otto como ante la risa del diablo y, de pronto, echó a correr. ¡Se cumplen y no se discuten! El loco no respondió. Cumplieron la orden, Gisela, por respeto a aquel terco delirio. En eso Felipe pidió una cuestión de orden y Carlos tuvo el pálpito de que su antiguo socio lanzaría un ataque a fondo. Al carajo. Pablo le preguntó, ¿por fin dónde iba a ser el gunfight, consorte?, y empezó a tararear la música de Duelo de titanes. —Quiay —le dijo. Cualquier consulta o cuestiones relacionadas a la privacidad de los datos o la presente Política, deben dirigirse a la siguiente dirección de correo electrónico: info@chapacash.com.pe. Pensó preguntarle por la cárcel, pero se contuvo, buscó otro tema de conversación, no lo halló y supo, de una manera oscura, que a Jorge le pasaba lo mismo. Bueno, ahora yo defiendo al África y tú enseñas a leer a Toña. Quiso hacerle muchas preguntas a Chava pero sólo pronunció una: —¿Los muertos vigilan? Por eso le respondió, «¿A mí? Nos vemos en la Cámara. En 1992 dio a conocer en Zurich el ensayo «Los anillos de la serpiente», reproducido en muchos periódicos de Europa y América, que le valió una carta brutal del ministro cubano de cultura condenándolo al exilio. Aún así, estaba bastante mejor que su hermana. Todo ello se debía (según confesaba ingenuamente el propio autor) a que una montaña de lecturas mal asimiladas lo habían enloquecido, y al final, cuando recobraba la cordura, el mismísimo Cervantes recomendaba prohibir aquellos libracos. Sus carcajadas altas y escandalosas contagiaron a Felipe, y Carlos gozó en silencio aquellas risas capaces de quebrar por un momento el silencio y el frío. Y fue como si todo el mundo se hubiera vuelto loco, o como si Rosario hubiera estado cuerda desde siempre, desde los días trágicos y ya increíblemente lejanos en que daba vivas a Fidel en plena calle. Se sintió más solo que Pablo en la soledad de su cuartucho del central, porque no tenía nada que hacer al día siguiente, salvo seguir estando solo, y volvió a acariciar lentamente la idea del suicidio. De pronto, un chivo que bajaba berreando la ladera le hizo ver a Manolo cuchillo en mano y escuchar las palabras ansiosas de la prima Rosalina, que ahora estaría en Cunagua esperando el año junto a Pablo. Apuró el paso, obteniendo cierto placer en vencer al dolor, hasta unirse al grupito liderado por Kindelán. Tendidos sobre la yerba, relajados, estuvieron mucho rato mirando el cielo hasta que Carlos le dijo que así mismo era el mar, ¿cómo era el daño? Carlos no respondió. Dobló la esquina, haciendo chirriar las gomas, entró como un tiro al terreno de pelota que el Grupo de Construcción le había robado a los obreros del Minaz para convertirlo en parqueo de equipos, y frenó sobre la línea de tercera, junto a una flamante motoniveladora Komatzu. Entonó una musiquita emocionante y al oírla, los miembros de su escolta sonrieron, como debe ocurrir antes de un buen The End. Para eso eran las fiestas que daban de noche en el barracón viejo, donde vivían los esclavos antes de la Guerra Grande, cuando se fueron a la manigua con el bisabuelo, contra España; para eso las gallinas blancas, los gallos degollados y los quilos prietos que aparecían incluso cuando Weyler decretó la reconcentración y se pasó más hambre que en tiempo de Machado; para eso los trapos rojos, la comida a los santos, el maíz quemado, el aguardiente de caña, el reclamo monótono de los tambores, la carne de chivo crudo y los güijes de ojos líquidos que salían de la laguna a espantar al ñeque; para eso, para que Chava no se muriera, porque ese negro tiene asunto con el diablo. «Pinta, consorte, pinta al Miguelito.» Carlos tomó el volumen; sus ojos, guiados por el índice de Francisco, dieron con una palabra increíble: hideputa. Carlos se contrajo al imaginar en qué consistiría ese tratamiento. Excitado por esta idea abrió el cajón de la artillería china y hurgó entre la copiosa papelería donde atesoraba los reportes semanales de Xinhua y los folletos de Mao, hasta encontrar el librito sobre las conversaciones de Yenán. —preguntó él automáticamente, y añadió—: What? Generaba un olor excitante, vagamente agrio, y sus axilas, y seguramente también sus entrepiernas, estaban sudadas, y ahora la melodía había estallado y el piano le ceñía los pechos y la trompeta le penetraba el sexo, aquella gran llamarada amarilla hacia la que lo obligó a descender y sumergirse en medio de las más obscenas, delicadas, bestiales palabras de amor. En la avenida de Rancho Boyeros la carrera se convirtió en una marcha lenta, terca, ansiosa, y en cierto momento los colores de la mañana se hicieron negros y giraron cada vez más rápido. Carlos llegó a participar de aquella ilusión, a verse a sí mismo de frac en la iglesia del Carmen con una sonrisa chic, a lo Gary Grant, mientras Roxana esperaba en el atrio, anhelante, al estilo de Elizabeth Taylor. Y en medio de las frecuentes discusiones con Gisela, que seguía reprochándole su desinterés: no le daba una mano en las tareas cotidianas, no hacía una cola, no se ocupaba de su hija, no se había hecho siquiera cederista, volvió a pensar que su sitio verdadero estaba en la Sierra de Falcón, en los bosques de Jujuy o en las montañas de Cundinamarca. Llenó los vasos, bebió y dijo: —Jorge. ¡POW! Reflejado en el espejo, el tipo hacía gestos desesperados. «¡Todos serán esclavos!» Entonces fue cuando se escuchó el esperado grito salvador, «¡HALCOOONEEES!», y la heroica escuadra de Guardianes de la Libertad asaltó la guarida del Mal entablando desigual combate contra los sicarios rapados. ¿El tipo sería maricón o agente? —Norberto —dijo él mirando hacia los lados—. Sólo lograba calmarse al soñar que salía, que estaba fuera, libre, dejándose arrastrar por el río de la revolución, como Pablo. Ora pro nobis. Carlos no pudo evitar que una mezcla de rabia y vergüenza lo hiciera huir, dejándola con una nueva pregunta en la boca. Francisco quedó aplastado por la autoridad, pagó, y la reunión se deshizo porque Carlos les estaba diciendo con la mirada que si querían perder su tiempo, allá ellos, él tenía que estudiar. Pero en la noche, cuando las Brigadas Internacionales se retiraron para incorporarse al corte y estuvo solo frente a la inmensa mole iluminada del central, sintió un miedo comparable al vértigo. Ellos no estaban locos y habían visto al loco hacer maravillas, era necesario darle confianza, un trabajo y desde luego un salario, dijo antes de entrar al apartamento que ya Alegre había atiborrado de cachivaches eléctricos. ¿Tuyas no tienes? Veinte metros más, dos minutos, y estaría frito, a tiro de fusil. Fugarse, por ejemplo, reunir valor para fugarse al amanecer teniendo en cuenta que lo significativo era regresar voluntariamente. Todo aquel revolico estaba vinculado en cierta forma a la decisión que Carlos tomó como presidente de la primera y única sesión del Círculo, pero los grupos en porfía vieron en aquel gesto significados que iban mucho más allá de sus intenciones. Y entonces fue el desastre: el suegro se dio cuenta de que Gisela estaba en estado y botó a Carlos de la casa, acusándolo de abusador y sinvergüenza, la suegra intentó explicar que esas cosas pasaban entre los jóvenes y el suegro armó un escándalo descomunal; y en ese preciso momento Gisela decidió salir del cuarto, dijo que se iba, que no la dejaban vivir, y su padre le fue arriba. Pero la misma excepcionalidad de la decisión hacía pensar que quienes la tomaron tenían razones muy poderosas para hacerlo. Cierto día recibió un Informe de la Universidad de La Habana donde se afirmaba que el compañero Ireneo Salvatierra había sido sometido a diversas pruebas cuyo resultado era definitivo: salud mental, irrecuperable, lo que se informaba para su conocimiento y a los efectos procedentes. —¿Os parece poco? Carlos sonrió al descubrir que al tipo le gustaba escucharse, y recordó las palabras que le dijo Manolo antes de irse, sabiendo que encerraban la clave de toda la verborrea del médico. Le pasaba por verra, por enamorarse de una puta. El té bailable estaba suave, la orquesta de los Hermanos Castro tocaba Boom-shi-Boom y él trataba de trancar con Florita, luchaba por vencer la férrea resistencia almidonada de las múltiples sayas de paradera de Florida cuando Pablo anunció que había llegado la policía, y Berto y Jorge y Dopico preguntaron y Pablo señaló al vacío, hacia lo que para Carlos era en ese momento el vacío, diciendo que miraran, por favor, un ornitorrinco delirante, y Carlos presionó a Florita hasta lograr una vuelta contra el ritmo y allí estaba ella: un vestido blanco, de seda, y los vellos rubios sin afeitar en las axilas, y la piel cobre, canela, tostada como las capas de un pastel de hojaldre. ¿Qué decirle?, ¿que Alegre, y la pistola, y el hijoeputa aquel y la Casa de Bagazo...? Carlos preguntó por qué y a qué, y recibió una respuesta tajante. Felipe salió de su escondite y le dobló los brazos, inmovilizándole, y él le atenazó el cuello y le gritó: —¿Quiéncoñoetumadretúere? «¿A qué?», preguntó él dispuesto a pedir ayuda. —Miliciano ejemplar. Heberto Orozco lo miró con una expresión herida, bajó lentamente la mocha y la cabeza, y se fue dejando tras sí un silencio amargo. Aunque de inmediato se sintió inclinado hacia los Duros, la existencia de aquella pugna sorda lo irritó. —empezó a preguntarle Carlos. Él sintió que algo no había funcionado bien. Estuvo cuarentiocho horas sin salir del central, seguido de una Comisión de Embullo integrada por miembros del Partido, la Juventud y el Sindicato, visitando en cada turno todos los puestos de trabajo, desde el Basculador hasta el Piso de Azúcar e imbuyendo a los obreros de su responsabilidad mediante repetidos mítines relámpago. —Le meto un cuchillo en la garganta —dijo, y comenzó a darse cabezazos en la rodilla—. Miles de constructores; millones de rublos, dólares, libras esterlinas y francos en equipos y piezas; decenas de edificios, albergues y comedores; técnicos e internacionalistas de las más diversas latitudes se juntaron en Sola para reconstruir el «América Latina», en apenas un año, introduciendo un movimiento vertiginoso y haciendo de aquél un sitio tan delirante y alegre como el loco a cuya casucha habían llegado, finalmente. Pero esta vez parecía que varios, lidereados por el Acana, estaban dispuestos a correr el riesgo. Mientras corría escuchó una carcajada de burla a sus espaldas. —cantó. Pero estaba claro que ni el reto, ni el conjuro, ni el mismo Dios que bajara del cielo podrían evitar que el fuego saltara el terraplén, pegara en el fomento de Medialuna, virara el mundo, achicharrara a Sandalio y a su gente y llegara al batey de Tumbasiete, devorando. ¿Qué me pasa? —Soltadme —pidió suavemente el gallego—. Él se consolaba pensando que acostarse con Fanny entre los espejos de la cámara nupcial era un viaje circularmente multiplicado al infinito que costaba sólo tres pesos. —Pero yo no dije idiomas —protestó míster Montalvo Montaner—. Se dejó admirar hasta que un vendedor de periódicos pasó voceando, «¡Vayá que llegó la guerra!», mientras mostraba el periódico que Carlos había visto al amanecer.
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